La lluvia sobre un extenso paisaje de bosques y prados de hierbas y flores amarillas, blancas y violetas.
A resguardo bajo la pérgola de madera, confortablemente semitendida en el sofá de montaña.
Ausencia de caminos que marquen el camino.
El buda blanco que preside el espacio (el sofá, la pérgola, en este mirador de montaña)
no se inmuta cuando rompe a llover o brilla el sol,
ni parece que ceda al asombro
de la voz del viento en las hojas de los árboles.
Ella sí, siente que algo en el pecho se abre.
Y presta atención a la voz del viento, y a la voz de la lluvia,
y al canto de algún pájaro.
Casi puede ver crecer y florecer aún más las plantas de esta tierra fértil.
Ve el otoño abriéndose camino.
Y no como una sombra oscura sino como un hacedor de vida,
de otra forma de vida.
El buda blanco parece impasible al paso de las estaciones, de paso.
Los árboles también, como entregados a este encuentro de amor.
El aire se hace fresco y húmedo, la tierra regala aromas.
La sinfonía del otoño en sus oídos, como un susurro a veces,
a veces con intensidad.
En la entrega, puedes deleitarte con las ofrendas de Dios.
Quien no tiene miedo disfruta de la noche, dijo la monja eremita.
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