El sonido del agua al correr por el tejado,
el repiqueteo de las gotas en las hojas de los árboles
y en la hierba de la tierra fértil.
El cielo cubierto sobre este bosque;
claro e iluminado al fondo, entre las montañas.
Algún pájaro se atreve a volar
y canta.
La tarde del tercer día,
al otro lado empieza la semana laboral.
Siete días por delante.
¿Y el amor?
¿No era ésta mi luna de miel?
Apareció como una nube, el recuerdo del programa establecido,
y regresó a él como a un ancla.
La deconstrucción del yo.
Y se ha perdido en los razonamientos conceptuales de la no-dualidad.
Las manos vacías.
Nostalgia de los orígenes.
Retornar al cuerpo de Dios, tan presente.
A su cuerpo en la lluvia,
en las hojas mojadas, en los troncos húmedos,
en la voz del agua al abrazar los cuerpos,
en el suspiro del abrazo.
Dios en el aire fresco en sus piernas desnudas,
en el calor de su pecho a cubierto.
En el aire de pino que entra por sus fosas nasales
e impregna las células de este cuerpo.
Dios en el cuerpo gigante y estable de las montañas,
en su quietud serena.
En la nube que surge del fondo del valle como una humareda blanca
para avanzar y hacerse grande sobre bosques y montañas.
El cielo ha decidido bajar a la tierra.
Otro encuentro de amor.
En la madera mojada y crujiente de la cabaña que esta noche me dará refugio.
Dios y yo, a solas, sin distracciones.
El encuentro, el romance.
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