El cielo se ha cubierto, y es un respiro para las criaturas aquí abajo.
No sabe de dónde procede esta debilidad, quizás de la pereza,
o la pereza de la debilidad.
Pero el hecho es que siente que ya está bien donde está.
En lo alto de la atalaya, este mirador,
el aire gris a las 9 de la mañana,
a ratos como un abanico invisible, refrescante.
El concierto de golondrinas y vencejos.
El libro, un cofre de cuentos milenarios japoneses,
donde el mundo sin forma se hace uno con el mundo de la forma,
transcendiendo las apariencias.
La libreta donde verterse, esta eterna indagación.
Nada que hacer, excepto la contemplación;
ningún lugar a donde ir.
Pero sólo es así en el instante eterno,
después de un instante eterno aparece otro:
el camino hacia la bicicleta, pedalear el trayecto al gimnasio,
los estiramientos, los ejercicios tonificantes,
los encuentros, el interser.
El baño en el mar,
desplazarse en la piscina, una y otra vez, bajo el planear de las gaviotas,
aligerado el cuerpo de su peso, el descanso, los cuidados.
Cuidar el cuerpo como cuidas la casa, el hogar sagrado, mimarlo, amarlo,
la manifestación en sí misma, el nirmanakaya.
Nada que hacer, tan lleno.
Ningún lugar a donde ir, tantos
aquí mismo.
Silencio, un instante para el silencio
y la quietud.
Celebrar el silencio y la quietud,
volcarse, desaparecer.
Entre celebraciones, tantas celebraciones sociales (cumpleaños, aniversarios)
en el culto al yo pequeño, a la pequeña historia,
nutriendo la red de afectos que nos sostiene,
entre celebraciones y brindis por el interser
persigue espacios para la celebración del no-ser,
la disolución, el descanso
definitivo.
Aquí mismo.