martes, 6 de agosto de 2019

La tribu.






A veces sentía con mucha fuerza la llamada de la tribu,
el abrazo grande de la Madre.
Esa tribu que permite la singularidad, que acepta a cada elemento tal como es.
Como la añoranza del paraíso perdido.
Cuando el dinero no era la moneda de cambio, la medida intermediaria.
Ni siquiera el intercambio de servicios.
Siempre había un plato de comida en tu mesa,
aun cuando las circunstancias hubieran vaciado la despensa.
Y un techo bajo el que dormir si el tuyo había empezado a resquebrajarse peligrosamente.
La cuestión no era a quién devolverle el favor
porque cada cual ya aportaba lo que tenía
a quien lo necesitara.
Así que A podía poner un plato en la mesa de B mientras B enseñaba matemáticas a C
o a cualquier otra letra del abecedario.
Y las niñas y los niños eran responsabilidad de todo el mundo,
de la tribu.
Y las personas ancianas tenían largas y variadas historias que contar
y de las que aprender.
Y su mirada clara ayudaba a desdramatizar los dramas y dificultades que pudieran surgir en la vida cotidiana.

Sentía que de ahí su profundo disfrute de la austeridad,
de cuando la austeridad estaba cargada de abundancia.

Esto lo había vivido en este sueño
y en muchos otros.

Cuando Epícteto y Epicuro se daban la mano y compartían el mismo brindis por la vida.


Pasado el tiempo, aún vivía en la tribu.