viernes, 12 de febrero de 2016

La belleza (y la fealdad) están en el ojo del observador.





Una película, o una canción, o una imagen en el metro,
a menudo le parecían como ilustraciones de un libro de dharma.
Pero ella sabía que era el libro de dharma el torpe intento de poner palabras a las ilustraciones de la vida, a la vida misma.


En la película, un personaje secundario (y mucho menos que eso, casi invisible) se esforzaba por llamar la atención de una compañera de trabajo. Un tropiezo aparentemente casual, un saludo de paso, un chiste no siempre bien recibido.
A veces la chica lloraba, casi siempre estaba triste. En la última ruptura de otra relación sentimental imposible, la chica aceptó salir a tomar un café con el compañero de trabajo, un hombre encorbatado, anodino, insustancial, mediocre y aburrido. Cuando percibió el interés sentimental de él, la chica dijo: "Esto no ha sido una buena idea", y ya se estaba levantando de la mesa cuando él dijo: "Por favor, quédate, dame sólo unos minutos".
Él le pidió que cerrara los ojos y le escuchara.




"Eres una mujer increíble -dijo-. Desde el primer momento que te vi, al llegar a esta empresa hace cinco años, supe que eres alguien especial. No he parado hasta conseguir que me trasladen a la 8ª planta porque aquí estás tú, y puedo verte cada día, y tu tristeza me rompe el corazón. Si pudieras verte como te veo yo, sabrías que eres la persona más hermosa y más especial de este planeta. Y me duele mucho que no lo sepas y que creas que no mereces ser amada y verte sufrir una y otra vez con relaciones destructivas. Porque no sabes quién eres ni lo que eres."

Y así le habló durante dos largos minutos de monólogo.

Cuando ella se lo contaba a su amiga por teléfono era otra, ella era otra.
Su expresión era fascinada y feliz.




"Cuando abrí los ojos -explicaba-, algo había pasado. Miré su cara y toda su estructura molecular se había transformado y el mismo que unos minutos antes me parecía molesto, aburrido y sin ningún interés, ahora era extraordinariamente atractivo. Es divertido, me río con él; es apasionado, cada instante es poético a su lado, todo es nuevo y fascinante. Y, por encima de todo, yo soy otra. Como si mi propia estructura molecular también se hubiera reorganizado. O simplemente, no hubiera sabido verme, antes."




El feo se convierte en guapo, lo aburrido en fascinante. Una vida mediocre, triste y depresiva en una oportunidad permanente de contemplar y experimentar los milagros de la vida. La propia insignificancia de repente pasa a ser grandeza, belleza, plenitud y seguridad en una misma.
Qué ha pasado?
Como un relámpago que ha desestructurado todo el cuadro para reorganizar las moléculas que lo conforman.
Es lo mismo, pero ahora puedes ver otra cosa.
En realidad, el relámpago ha tenido lugar dentro de ti.
Llámalo despertar, llámalo amor. Llámalo como quieras.
Pero samsara se ha convertido en nirvana.
Y vivir es una fiesta, y ya no tienes nada que temer.

Ni las guerras ni las hambrunas, ni la soledad,
ni los demás,
ni la vida ni la muerte,
tienen ya poder sobre ti.





jueves, 4 de febrero de 2016

Como agua vertida en agua.






La ensalada es de esos platos que le gusta comer con las manos.
Coger con los dedos, una a una, cada hoja de brotes tiernos, escarola, rúcula, canónigos, albahaca, trozos de pimiento amarillo, rojo y verde, aceitunas negras y moradas.
Evita coger con el tenedor, tan impersonal, un montoncito de hojas anónimas, como si no fueran especiales cada una de ellas en sí mismas, dignas de degustación y de gratitud, cada una en sí misma.
Siente el tacto de cada una de ellas entre las yemas. Y luego en el paladar, su disolución.
Como agua vertida en agua.

Sirve una ensalada multicolor en un plato multicolor.

Cuando adquirió ese plato (y otros) en una tienda de antiguo del Raval, el anfitrión, vestido con chilaba blanca, le dijo que ese plato (y otros) eran de adorno, para las paredes. Y ella dijo: Por qué? No veo productos tóxicos en su superficie. Podría usarlo para comer?
Y él dijo: Sí, pero es demasiado valioso.
Y ella pensó: Lo propio para una ofrenda.






Uno de los platos sí estaba pintado a mano, y el primer día que puso algo caliente en él vio signos de que la pintura tomaba vida propia, como ampollas en su superficie. Y ahora lo usa como plato para la vela redonda, naranja, gigante, que le regalaron en una comida por San Esteban. La misma vela que a veces enciende a la hora de la cena, como un sol en el momento de la puesta o una luna llena al nacer la noche.





Bebe un sorbo de su copa de Altos de Tamarón, un reserva del 2010, apto para su bolsillo.

Mira con gratitud las hojas de albahaca que coronan su plato y arrancó con reverencia de su maceta en el balcón, cuando regaba las plantas nuevas de tomillo fresco y de cilantro. La despensa en su balcón.





Le gusta comer como una ofrenda, como un ritual sagrado, un ritual amoroso.
Si no puede ser así, prefiere dejarlo para luego. No lo necesita.

Como hacer el amor. Si no es una experiencia de despertar, no lo necesita.

Un amigo le dijo, recientemente:
Después de mi separación, no tengo prisa por mantener nuevas relaciones. Lo que he vivido era tan intenso que algo menos me sabría a mortadela.
Ella se rió.
Quizás seas tú quien ha cambiado. Por eso tus últimos juegos ya te sabían a mortadela.

Cuando pierdes el estado de gracia, simplemente la gracia no está.
Y no tiene nada que ver con la otra persona.
Como no tiene nada que ver con la clase de plato que pones en tu mesa.
Cuando está ahí (la gracia), una simple hoja de escarola (de la sección de descartes en el mercado, a 50 céntimos la pieza) puede conducirte al nirvana. Liberada de todos los males. Intocable. Amorosamente ofrecida.
Como agua vertida en el agua de la vida.
Y un minúsculo trozo de pan casero es como la ofrenda de Dios a Dios.
Y un limón cortado por la mitad en tu mesa es como un corazón expuesto, sin miedo.





Si es posible, merece la pena intentar la meditación en cada cosa que haces, a lo largo del día.
No basta con sentarse y cerrar los ojos y permanecer en la quietud.
Eso está bien. Pero también está bien estar presente en todas las demás oportunidades que la vida te ofrece. A lo largo del día, a cada instante.
A la hora de comer. Si no, para qué comer?
En el trayecto al trabajo. Por qué perdérselo?
En cada encuentro. En cada palabra que emites. En cada palabra que escuchas.
Cada instante. Da igual lo que aparezca. Es una oportunidad para disolverse (como agua vertida en agua) y desaparecer.
De amor.
De intenso amor.




lunes, 1 de febrero de 2016

Cada instante nace una nueva oportunidad.







Algunas cosas ya eran imposibles de encontrar, de vuelta a casa.

Buscó al director del colegio que la mantuvo escolarizada cuando se suponía que tenía que dejar de estudiar, a la muerte de su padre.

Tenía 11 años y su madre se lo había anunciado mientras desenredaba su cabello largo y rubio, como cada mañana. Estaba sentada en una silla y la madre peinaba su pelo largo y dijo: Puede ser que tu padre se vaya y habrá que cambiar algunas cosas y tú tendrás que dejar de estudiar para ponerte a trabajar.

Su padre se fue y el director de la escuela dijo: La niña se queda.
Y cada vez que repartía los recibos del mes, cuando salía su nombre el director decía: Ya te lo ha pagado tu tío. Y le guiñaba un ojo de complicidad.

Otro ángel del barrio le ofreció un trabajo en su tienda de electrodomésticos, para llevar las cuentas de la pequeña empresa, a la salida del colegio.
Gracias a esos hombres ella no dejó los estudios y pocos años más tarde soñaba con ser periodista y dejar la ciudad de su infancia.

Nunca les dio las gracias.
Pasado el tiempo, cuando encontró a alguien que pudiera saber de ellos, le dijo que habían muerto.




Nunca había olvidado a aquel niño, sentado bajo la lluvia en el bordillo de la acera de enfrente, frente a su ventana.
Abrazado a sus rodillas, como para darse calor, la mirada fija en su ventana, bajo la lluvia, y llovía más y más, torrencialmente, como difícilmente llovía en su ciudad.
Sin miedo a tal estruendo de la naturaleza, el niño permanecía sentado en el bordillo de la acera de enfrente. La calle vacía.
Ella le veía desde detrás de la persiana.
Y su madre comentaba: Este niño va a coger algo.

Ella nunca le olvidó.

En realidad, no sabe quién es. Un vecino de tantos. Porque entonces ella sólo vivía para su sueño de futuro.
En el luto riguroso, el silencio, el viento y el gris del invierno, en su momento de "todo está prohibido" (reír, jugar, hablar, ser feliz), ella sólo ponía su atención en la ventana del futuro.
Empezó a escribir y a leer libros a escondidas (Pablo Neruda, Anaïs Nin, Enrico Altavilla y su "Suecia, infierno y paraíso") que le hacían pensar que hay otros mundos en este mundo. Y desconectaba del presente que aparecía ante ella mientras creaba otro presente donde vivir; después de todo, era cuestión de tiempo.

Pero nunca olvidó a ese niño.
Y ya era imposible seguirle la pista. Porque nunca supo nada de él, lo había ignorado absolutamente.
Excepto esa imagen del niño, en silencio, frente a la ventana, bajo la lluvia torrencial.





No podía darle las gracias al director de la escuela de su infancia, ni al dueño de la tienda de electrodomésticos que le ofreció su primer trabajo a los 11 años. Ni al niño que la amó en silencio.
Pero que le regaló aquella imagen que la ha inspirado toda su vida.
No sobra el amor para perdérselo.

Pero ella aún estaba aquí, en este sueño.
Y quizás algún día tendría la oportunidad de ser el director de la escuela para alguien. O el dueño de la tienda de electrodomésticos.
Quizás ya lo había sido.
O el niño que ama sin pedir nada, porque el amor le ha ocupado tanto hasta ser el amor mismo, todo él.
Quizás ya lo había sido. Esa forma de amar.
Y tendría la oportunidad de serlo, una y otra vez más.
La inspiración para otras personas.

La vida en curso, todavía.