domingo, 31 de mayo de 2020

No haces falta.







Dicen que esta experiencia inesperada de confinamiento está enseñando muchas cosas.
Una de ellas podría ser
que no importa que no hagas, que no estés, que no interfieras,
la vida sigue su curso.
Incluso la vida propia, que parece singular y separada.
Y el guión continúa su narrativa, imparable.
Es como Dios entreteniéndose con sus marionetas.
El Dios director de escena interpretando todos los personajes.

El yo pequeño se retira (o le retiran, da igual),
como en una sala de proyecciones vacía, en sesión privada,
y en la pantalla la película continúa
y avatares de sí mismo (en sí mismo, un avatar)
continúan desplegando la historia en este misterioso karma/acción.

Tú te retiras pero la historia no se detiene.
No haces falta.






Ella repasa sus libretas de los últimos tres meses, el relato documentado,
y encuentra largos índices de acontecimientos
desde el aparente retiro y la no acción.

Mira la luna creciente en su cielo,
la misma luna creciente del desierto, tres lunas atrás.
El retiro en el que todos sus miedos previos se derrumbaron como fantasmas sin poder alguno,
sin consistencia, sin entidad propia.
No hacía falta hacer nada, simplemente ocurría.
Y como un eslabón detrás de otro, la enésima plaga
planetaria
desmoronando proyectos,
como una ficha de ajedrez cayendo detrás de otra.
Y más tarde se alzaban solos, los mismos
o bien otros,
como por una fuerza natural.
Y el índice de su libro personal se iba llenando de acontecimientos
no previstos,
no elegidos o perseguidos,
pero igualmente grandiosos.

Como la fuerza invisible que nueve el océano
sin pedirle permiso a las olas,
o su parecer.

No hacía falta intervenir porque la vida se desplegaba sola
impulsada por una fuerza kármica colectiva.
La Inteligencia de la Vida
en su flujo imparable.






domingo, 17 de mayo de 2020

Si tú te vieras como yo te veo.








Cuando abrió los ojos las manecillas del reloj marcaban las 5,30.
Aún era oscuro fuera pero algunos pájaros ya empezaban a volar
y a cantar.
Las predicciones habían anunciado lluvias pero de momento no estaban ahí.
Imaginó el mar, vio el horizonte aún oscuro, indefinido.
Se levantó y sus manos prepararon una mochila rápida
y de repente sus pies estaban pedaleando una bicicleta,
bordeando el puerto casi vacío, que ya empezaba a aclarar.
Adelantó a alguna persona que corría, sin prisa.

Caminó la arena descalza hacia la orilla como una alfombra de agua
con bordados de espuma en sus bordes.
Se deshizo de la ropa y caminó
y flotó
y se sumergió
y se hizo agua.

En el horizonte de agua, nubarrones grises y claros blancos de luz
y haces rosados de sol.
Mientras se secaba el cuerpo comenzaron a caer unas gotas minúsculas,
como si el agua se resistiera a su marcha.
Así que caminó por la orilla e inhaló el aire de mar
y se llenó de mar
y de los colores mágicos del amanecer.




Un amigo le dijo:
Este confinamiento tiene algo bueno.
Debería haber un mes de confinamiento todos los años.
Como un retiro -dijo ella-. Eso lo puedes hacer.
Sí, pero colectivo -respondió el amigo.
Un parón colectivo.
Sin virus ni muertes ni sufrimiento, simplemente un tiempo de confinamiento
colectivo.
Como el ramadán.
Un ramadán de actividad productiva.





En su conexión epistolar
(ella sigue sintiéndose cómoda en las cartas, aun en formato de email),
su amiga insistía en la indagación del yo.
Tú no eres ese "yo separado" -insistía-,
ni lo que aparece ahí fuera es real,
ni tus emociones tienen nada que ver con el ego,
ese proceso mental que tampoco existe;
son una experiencia de la Conciencia, como todo lo demás.
Tu cuerpo, tu tristeza o disfrute,
el duelo de pérdida o la plenitud,
el vuelo de las gaviotas,
el aire que abanica los árboles de la montaña o el sol cálido en tu piel,
todas son simples experiencias de la Conciencia.
Lo que tú llamas el Yo Grande.

Conforme -pensó.
Pero ella ya no veía tal separación.
Los pequeños mirlos en la antena, la blanca gaviota a su lado, en la baranda,
de alas grises y majestuosas,
el yo separado,
en todo encontraba el rostro de Dios.
En los dedos que sostenían el bolígrafo sobre el cuaderno,
en la bandeja del desayuno en el poyete del terrado.
En la quietud de este cuerpo sobre la hamaca,
en el movimiento de la persona que desciende el camino de la montaña
cuando acaba la franja horaria para el paseo.
En el camino mismo.
En el vuelo libre de las gaviotas
y en el canto de la gaviota inmóvil,
como ella misma,
a su lado.
También el rostro de Dios.

Y en esa contemplación descansaba.





Se dio cuenta de que durante mucho tiempo había sido una especie de mantra silencioso.
Cuando alguien le contaba su relato personal, su dolor,
su fracaso, su culpa, su impotencia,
ella la escuchaba en silencio y pensaba:
Si tú te vieras como yo te veo...

Si te vieras como yo te veo, no sufrirías tanto.
No tendrías tanto miedo.
Si te vieras como yo te veo,
tan claramente la cara de Dios.
Si vieras la perfección que yo veo,
la plenitud que contienes.

Si tú te vieras como yo te veo.







viernes, 1 de mayo de 2020

Buen día, tristeza.









Lo mejor de estos días de confinamiento suelen ser las tardes.
Una vez recogida la cocina del mediodía ya no hay nada más que hacer excepto la contemplación del viaje del sol hacia su lecho violeta.
La luz de este fascinante planeta en transformación, tan explícita.

Alguien dijo que a menudo se nos olvida que estamos en este oasis maravilloso
en medio de un desierto cósmico.
Cuántas posibilidades había de que apareciéramos aquí?
Pues aquí estamos.

Es un relato como otro cualquiera.






Así que lo mejor del día es el atardecer.
Y el punto culminante quizás (o uno de ellos)
la meditación tandava,
el cuerpo en movimiento,
la danza al ritmo de melodías,
cada día cambiantes
(Bab'Aziz, Armand Amar y Levon Minassian,
Leonard Cohen,
Mayte Martín
o la bachata de Víctor Víctor y la Vellonera).

La danza como una ofrenda al sol que se va,
con su despliegue de colores,
las luces de la montaña que se encienden, el cielo que se apaga,
Venus y la luna creciente tomando posesión de su reino celeste
y terrestre.
Ese ritual que descubrió en las cimas de las dunas del desierto de Merzouga.
Una ofrenda como una explosión.

Así suele ser.





Esta vez, sin embargo, el cuerpo en movimiento era un contenedor de tristeza.
Quién siente esta tristeza? Quién la experimenta?
Sintió que era una experiencia de la Conciencia, del Yo grande,
como otra cualquiera.
Como la explosión de amor y entrega.

En el sueño de la noche, la tristeza desapareció
y todos los relatos que la sustentaban.
Pero al abrir los ojos quiso hacer memoria
(dónde estoy, de qué iba esto?)
y la recuperó.
Esa vieja costumbre.

Hoy era el día de la semana que tocaba esa conexión con el grupo, la videoconferencia.
Le vendría bien entretenerse con la relación social, pensó,
ese calor del afecto.
Y sin embargo, la dejó a un lado.
No quiero que nada me distraiga de este dolor, pensó.
Si está aquí, quiero estar con él
y comprenderlo mejor,
mientras está,
hasta que se vaya.
Esa oportunidad para buscar al "yo" que sufre.

Hoy toca investigación e introspección en soledad,
la soledad aún más profunda,
en este largo confinamiento
en soledad.