jueves, 26 de marzo de 2020

Meditación en la noche.








Tandava.
Primera noche de luna creciente.
Contemplando la trayectoria de la luna
que desaparecía por donde se fue el sol.
La misma puerta de salida.
Apenas dos horas más tarde.


En la cima de su propia duna.
Tandava.
La veneración,
al paisaje de cielo
y tierra.


Las nubes viajeras como copos de algodón.
Venus.
Más abajo, el primer trazo de luna creciente.
La vio desaparecer por detrás de otra duna,
dos horas después de la puesta de sol,
la misma trayectoria,
la misma puerta de salida.

La veneración a ese yo con forma de cosmos
desde la cima de su duna particular,
rodeada de dunas.
Aquí, las montañas de arena se llenan de luces al caer la noche,
como luciérnagas.






Así recibe a la noche cada noche, en el confinamiento.
Se trajo la experiencia guardada en la mochila, en los pulmones,
en el vientre
(aquellos abrazos a la montaña caliente, absorbido el calor
y el cuerpo de arena).
En el corazón.

El desierto ya forma parte de su paisaje interior.
El desierto es ya su cuerpo.
Nunca tuvo otro cuerpo tan suave,
la piel de arena fina.

Ella es el desierto.
La luna creciente al caer la tarde,
los brazos alzados como un camino.
El sol que se va y la estela de luces y colores.
El camino abajo y el camino arriba
y abajo,
de vuelta al campamento
en la penumbra nocturna.
La hoguera que señalaba el hogar.
Cuando cada paso era su hogar.
Y era su cuerpo.

Aquí está, todo ello,
habitando con ella
este confinamiento.


(Armand Amar & Levon Minassian)






miércoles, 25 de marzo de 2020

La entrega no es una decisión.







La entrega no es una opción.
Ni una decisión.
Y la transcendencia tampoco.

Estás viendo una película en la televisión, pongamos por caso,
o una serie de humor,
y de repente te levantas y desconectas
y Plaf!
Ahí está.
Todo de golpe:
hueles el olor de la tarde;
ves el cielo al otro lado del balcón,
las nubes y las gaviotas planeando en el aire;
escuchas los sonidos del silencio, cuando el mundo parece que se ha parado;
sientes la temperatura de esta primavera, tan atípica.
De golpe: la Vida.
Esa embriaguez.
La transcendencia.
No la buscabas pero ahí está.

Y lo mismo con la entrega.
No es que el yo se diga:
Tanto esfuerzo para tan poco, me rindo,
voy a entregarme y ya.
Eso sería... resignación.
El cansancio de la víctima.






La entrega no tiene nada que ver con ninguna decisión del yo.

Puede ocurrir que el sufrimiento sea muy profundo, o demasiado continuado,
y en un momento dado sueltas,
quizás efecto del desengaño;
ya no opones más resistencia
y te rindes.
Te entregas y, sorpresa,
resulta que al otro lado te esperaba el abrazo de la Vida.

O puede que la confianza sea tal
(da igual si el momento es duro o si es amable)
que te entregas.
Sin mediar pensamiento.
Sucede.
Porque no puede suceder de otra manera.

La entrega no es una decisión del yo separado.
Y cuando es así (una decisión del yo)
es otra cosa,
con otro nombre.






Ni la entrega ni la transcendencia son decisiones del yo.
No aparecen como una opción.
Porque cuando aparecen
son LA única opción posible.
Se adueñan de ti.
No tiene nada que ver con el libre albedrío.

Pero si las reconoces
(la experiencia de transcendencia, o de entrega),
si las identificas,
si te familiarizas con ellas,
entonces cada vez aparecen más fácilmente
(o las reconoces más fácilmente),
con más asiduidad,
y sus estancias son más largas.

Y podría parecer que se instalan, como una segunda piel,
corriendo por tu sangre en las venas
y en el aire en tus pulmones.
La entrega ya es una forma de estar,
de ser.
O la transcendencia.

Y cuando las dos forman parte de ti,
y tú de ellas,
ya no vas a buscar más el nirvana en ninguna otra parte.
Ni en otra vida.


(Texto inspirado en un audio de Alfred Font, de El camino sin camino)






domingo, 15 de marzo de 2020

El confinamiento.








Los fotogramas aparecen como una narrativa,
aunque quizás no hay narrativa.
Como un guión,
aunque quizás no hay historia, ni espacio,
ni tiempo.
Pero en el sueño sí parece que se desarrollan los acontecimientos,
con lógica o sin ella.


Ahí estaba, abrazada a una duna del desierto,
aún el calor del sol en el cuerpo de arena,
confortando ese otro cuerpo,
el abdomen y el tórax
y los brazos abiertos.
El abrazo suave de la duna caliente y moldeable
donde su cuerpo deja huellas.

Ahí está, tendida boca abajo en el abrazo a la duna, sin miedo
(la duna, ni ella).
De pie, los brazos alzados a la luna creciente
y al sol que se va.
La entrega. La devoción.
Sentada en posición de meditación cuando la penumbra se extiende
para resaltar el abanico de colores de la estela del sol,
cuando ya se ha ido.
Sentada en el cuerpo de arena, tan flexible.
Extasiada.
La entrega.
La devoción.





Y de repente, la tormenta,
y esta vez no es de arena.
La amenaza, la muerte.
Las plagas bíblicas actualizadas.
El hambre, la guerra, el éxodo,
las poblaciones que huyen, sin refugio.
La enfermedad.
La peste como un rayo.
El confinamiento.

Ha cambiado el escenario pero no deja de ser otro retiro,
otra oportunidad.
Como si no hubiera aprendido lo que tocaba
y tuviera que repetir curso.

Con una diferencia.
En la catástrofe, esta vez,
las redes de solidaridad emergen con fuerza,
la gratitud, la interconexión.

Recibió ese wsp:

"Este confinamiento no parece tan confinamiento con esta red de solidaridad
y gratitud.
No siento el aislamiento.
Las 20h
y estalla un aplauso que se despliega por todas las calles, balcones, terrados y ventanas de mi barrio.
Por el personal sanitario que nos cuida,
los equipos de limpieza de los hospitales,
de los metros y autobuses,
las trabajadoras de los supermercados.
Un ejército de paz.
Muy presentes también las personas sin hogar que no pueden decir
#yomequedoencasa
Como siempre en las grandes crisis, los cuidados
es lo que mantiene con vida a la humanidad.
Ya está aquí el aplauso,
resonando con fuerza en mi ciudad".






Otro retiro.
Hace unos días era la conexión con el cosmos, hasta desaparecer.
Ahora es la humanidad,
dignificándose a sí misma.
La misma inmersión.
Hasta desaparecer.

Otro retiro.
El escenario parece que ha cambiado pero igual toca parar,
respirar, comprender.
La entrega.
La devoción.






miércoles, 11 de marzo de 2020

El desierto (2)







De vuelta en casa.
Otra manifestación del hogar.
El terrado al sol, el aire de primavera.
El canto de los pájaros en la montaña.
La tórtola sobre la chimenea, las gaviotas planeando su techo de cielo.
Los pañuelos bereberes al viento, desprendiéndose del aroma de fuego nocturno
y polvo del desierto.
Aún no sabe si alguno de sus yos se quedó en las dunas, como presentía;
lo que sí puede afirmar es que las dunas ya están dentro de ella.
Que las dunas son ella.
Y ella es las dunas.
Silenciosas, quietas, en movimiento
o en deconstrucción, tan ligeras y volátiles.

Ella es las dunas, como un océano de arena,
olas de arena, ralentizadas,
grandes y pequeñas, altas y bajas.
Subirlas en diagonal (cuando falta maestría)
y desplazarse por su cuerpo suave.
Confiada.
La madre de brazos abiertos.






Ella es el desierto inabarcable y también es cada grano de arena,
limpio, suelto, sin apego.
Y es el aire tan limpio, tan puro, que puedes morir de gratitud
y de embriaguez.
Y no es una ilusión porque algo se muere
(algún "yo", presentía ella).

Y es
la luz del universo.
La del día, cegadora, y la de la tarde, millonaria de matices,
y la de la noche, la penumbra amorosa
a la luz de las velas de las estrellas y la luna creciente,
y de ese fuego en medio del campamento,
perfumado de leña de eucalipto
y piel de naranja.

La arena, el aire, la luz.
La danza del cuerpo en la meditación tandava.
El sol que se va.
La luna presente desde primeras horas de la tarde.
El traje de luces con el que se viste el horizonte inmenso,
desplegando su magia.

Todo eso era ella
y ya corre por sus venas
y en el aire que alimentaba cada una de sus células.
Aún lo respira.

Aún escucha el silencio y el crepitar de la hoguera
en la noche.