jueves, 8 de octubre de 2020

Como una lluvia de bendiciones.

 


Las nubes toman formas aisladas, entre los árboles del bosque.
Cuerpos blancos de humo en transformación.
En disolución.
Cada vez más cerca.
Se acercan, se disuelven.
Cielo cubierto y nubes caminando la tierra en los bosques de la Garrotxa.

Llegó con una bomba de amor a punto de estallar en el pecho.
Sin darse cuenta, hacía semanas que la había estado alimentando.
Tanta inspiración, tanto amor de vuelta.
Tanta entrega, que llenaba su vida de ofrendas y regalos.
Llegó cargada con una mochila de metta, sin saberlo.
Y por si fuera poco, había visitado a esa monja eremita del Montsant:
"Quien no tiene miedo disfruta de la noche".
Más de cuatro décadas habitando la abundancia de la soledad.

Así que ya llegó cargada de inspiración, sin saberlo.
Como si acudiera a una cita privada y muy íntima con el amado.
Y se dio el encuentro y tuvo lugar la explosión.
Y luego la calma serena.
Parecía que el Cosmos se aliara y estalló la lluvia.
Pero en realidad no hubo ninguna "alianza" (de dos)
y era el mismo cuerpo del amado estallando también, como ella misma,
el mismo cuerpo de Dios.

Estalló la lluvia, abundante, 
y le ofreció el refugio de madera,
cálido, a cubierto.
Y también la pérgola en la montaña, un mirador privilegiado,
desde donde oler la lluvia
y sentir la caricia del aire fresco en la piel,
desde donde contemplar el milagro de este cuerpo sagrado,
la entrega de los árboles, los prados y montañas
al mismo abrazo de Dios.
Y el porche de madera en el corazón del bosque,
el tejado prolongándose en un techo suficiente
sobre su cabeza.
En las mismas entrañas del bosque.

Y así fue como, en medio de este encuentro amoroso,
la excitación mística fue disolviéndose
hasta tocar la serenidad.
La familiaridad tranquila
en la convivencia
con el amado.




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