Las nubes toman formas aisladas, entre los árboles del bosque.
Cuerpos blancos de humo en transformación.
En disolución.
Cada vez más cerca.
Se acercan, se disuelven.
Cielo cubierto y nubes caminando la tierra en los bosques de la Garrotxa.
Llegó con una bomba de amor a punto de estallar en el pecho.
Sin darse cuenta, hacía semanas que la había estado alimentando.
Tanta inspiración, tanto amor de vuelta.
Tanta entrega, que llenaba su vida de ofrendas y regalos.
Llegó cargada con una mochila de metta, sin saberlo.
Y por si fuera poco, había visitado a esa monja eremita del Montsant:
"Quien no tiene miedo disfruta de la noche".
Más de cuatro décadas habitando la abundancia de la soledad.
Así que ya llegó cargada de inspiración, sin saberlo.
Como si acudiera a una cita privada y muy íntima con el amado.
Y se dio el encuentro y tuvo lugar la explosión.
Y luego la calma serena.
Parecía que el Cosmos se aliara y estalló la lluvia.
Pero en realidad no hubo ninguna "alianza" (de dos)
y era el mismo cuerpo del amado estallando también, como ella misma,
el mismo cuerpo de Dios.
Estalló la lluvia, abundante,
y le ofreció el refugio de madera,
cálido, a cubierto.
Y también la pérgola en la montaña, un mirador privilegiado,
desde donde oler la lluvia
y sentir la caricia del aire fresco en la piel,
desde donde contemplar el milagro de este cuerpo sagrado,
la entrega de los árboles, los prados y montañas
al mismo abrazo de Dios.
Y el porche de madera en el corazón del bosque,
el tejado prolongándose en un techo suficiente
sobre su cabeza.
En las mismas entrañas del bosque.
Y así fue como, en medio de este encuentro amoroso,
la excitación mística fue disolviéndose
hasta tocar la serenidad.
La familiaridad tranquila
en la convivencia
con el amado.
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