martes, 2 de octubre de 2018

Visitantes.







Entró a dejar la bandeja del desayuno en la caseta de piedra.
La recibió el aroma del café flotando en el aire de la cocina.
Ayer era el tomillo recién recogido en su paseo por la montaña,
aromatizando el arroz, perfumando el aire.
Fuera, en el porche natural de su vivienda,
la brisa suave acariciando las hojas de los árboles
y la toalla tendida
y las banderillas tibetanas de colores que evocan sutras,
y su piel.
Y el aroma a pino, que va transformándose,
intensificándose o matizándose,
a lo largo del día.

Cuando se sentó en el váter, entre tres estrechas paredes,
una araña de patas largas, del tamaño de un puño,
detuvo su camino por la pared, a un palmo de ella.
La saludó en silencio, como a una vecina más.
La araña permaneció quieta durante todo el tiempo.
También cuando ella se levantó y hizo caer el agua.
Cerró la puerta que separa el aseo de la cocina
y le deseó que encontrara un camino seguro a su mejor hábitat.

Anoche, cuando ya se disponía a retirarse a dormir,
recogida la cocina y de paso a la caseta de madera,
se encontró a un zorro junto a las escaleras.
Cuando la vio, primero corrió hacia la valla de cañas, para volver al bosque,
luego se detuvo a mirarla.
Ella también.
Se miraron un instante eterno.
Luego, ella entró en la casa de madera.
Él, o ella, permaneció en la suya.

Hay un jabalí grande y tranquilo (quizás una jabalina preñada)
con quien se cruza a veces en los paseos,
o le ve atravesar su porche, del bosque al camino de abajo,
mientras ella hace sus lecturas y contemplaciones a la puerta de casa.
Y una gata de color canela, que se acerca a ella corriendo, cuando la ve,
sentada en alguna de sus paradas para la contemplación, en las largas caminatas,
frota su cuerpo suave contra el de ella y busca su mano para la caricia y el masaje.

Piensa en todos los visitantes que la acompañan, si saberlo,
y ella ni siquiera ve.






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