domingo, 28 de octubre de 2018

Y muero porque no muero.







Se oscurece el día.
En pleno y luminoso día se corrió una tupida cortina en el techo del cielo.
Estalla una lluvia suave.
Las nubes grises amenazan un llanto catártico,
apertura
y sanación.

Algo se despierta dentro, en su contemplación del viento azotando los toldos,
las plantas y la ropa tendida en las terrazas.
Algo parece despertarse dentro, como en duermevela.

Suenan las sirenas.
Alguna ambulancia o un coche de policía.
Le hablan de riesgo,
dificultades,
el dolor
de las explosiones catárticas, los partos.
Aun así se ofrece, cree ella.
Abriendo pecho, suele decir.
Que brote todo, que duela todo,
lo que tenga que doler.

Pero sigue en duermevela, como desperezándose.




Su amigo le dijo:
Parece que te afecta mucho la muerte.
Quiero decir que es tu tema, dijo.
Ella lo escuchó con atención.
Pensó en ello.
Recordó durante cuántos años había sido como un mantra:
"Y muero porque no muero".
Como si la vida fuera sólo una espera,
de ese abrazo definitivo.

Mientras tanto, deseaba vivir con pasión los regalos de la muerte,
como una antelación.
Esa vida.
La muerte del gusano en la mariposa.
La muerte de la semilla en la planta.
La muerte de la flor en el fruto.
Esa vida explosiva que llaman muerte.


El cielo oscuro anuncia lluvias liberadoras
pero ella aún sigue en duermevela,
desperezándose.









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