miércoles, 4 de julio de 2018

El hogar.







Cualquier lugar puede ser el hogar.
Las palmeras de Retamar, las playas cristalinas.
El desayuno en la terraza de Puerto Toyo.
Las piedras ariscas balo el agua transparente de Cala Higuera.
La cerveza fresca en la terraza del mirador, solitario, de difícil acceso.
El monasterio de Panillo o la casita individual para el retiro de silencio.
Los huertos y árboles frutales de Plum Village.
El hogar.

Pero, para ella, su hogar muy especial es el regreso a casa,
su cuerpo expandido, como parte del yo que aparece
en este sueño.
La sombra del terrado, el silencio.
Los más valientes al calor del mediodía, los gorriones
planeando a pleno sol del verano.
Las gaviotas y tórtolas entonces a resguardo,
al atardecer serán compañeras de su cena.





De vuelta a casa, encuentra semidormida esta parte de su cuerpo.
Es cuestión de horas ir despertándola
y reconociéndose.

La lavadora la ayuda a recuperar olores familiares y limpios.
El incienso.
Las ventanas abiertas.
Las viejas, o nuevas, rutinas de acuerdo a la estación.
Ella y su cotidianeidad se van moviendo como la tierra,
en rotación y traslación.
Como los colores de los bosques de Colleserola
o los árboles del Montjuic.
Ella igual.

Siempre le ha gustado el regreso a casa
(en cualquier versión, también la literal).
Al silencio y sus rituales más privados.

La hermana Estrella, en Sigena, le dijo que se había hecho monja de clausura
para oír mejor la voz de Dios.
Tan parlanchina ella, dijo,
que necesitó casarse con el silencio para mantener las conversaciones más profundas
con Dios.

Ella también lo necesita como respirar,
la apacible compañía silenciosa (o atronadora)
de Dios.

Presente en todas partes, ya lo sabe.
Pero en su hogar, en su santuario privado,
es tan fácil reconocerlo...






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