El viento fuera.
El fuerte soplido entre pasillos de aire.
El baile enérgico en las copas de los árboles y en los toldos.
El crujido de la madera en las puertas y ventanas.
El mar rizado se viste de volantes blancos a lo lejos,
bajo un cielo de nubarrones grises y blancos.
Los rayos del sol en descenso se cuelan entre los claros blancos,
en haces de luz sonrosada.
El tren de paso.
La libreta empezó y acabó con la historia de este retiro de convalecencia,
el relato de un bardo entre bardos.
Como si no pasara nada, en esta vida detenida.
Qué lejos de la realidad!
Abre los ojos cuando aún es oscuro al otro lado de la ventana.
Le gusta preparar su primera ofrenda al día en el silencio,
sentarse a desayunar en la penumbra de la noche
y contemplar el bostezo del nuevo día en el horizonte de mar
cuando la luz se despliega en el paisaje de cielo y tierra,
a veces vestida de colores, a veces no.
Le gusta contemplar el día por delante,
este día gris hoy, de cielo cubierto.
Silencio.
Quietud.
La agenda vacía (anulada alguna cita innecesaria).
El viento en los volantes del toldo recogido.
Y entonces se da cuenta:
Ahí está, en el corazón de una sesión del grupo de estudio
consigo misma (a falta de grupo).
Abriendo el ritual con la meditación contemplativa.
Soltar
y regresar.
¿Algo que compartir?
Quizás un texto sagrado (cualquier texto inspirador)
o una situación recientemente vivida.
La investigación,
larga y profunda, sin tiempo.
Y de nuevo la meditación para cerrar el encuentro.
El grupo de estudio habitual, su pequeña sangha de amigas y amigos espirituales,
virtualmente presente.
Posteriormente prepararán la mesa para la ofrenda,
la autoofrenda, el ágape.
El acto de amor con el planeta, con el cosmos.
El despliegue del interser.
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