martes, 13 de marzo de 2018

La puerta.







¿Te acuerdas? Te hablé de esa puerta.
Puede ocurrir caminando la calle Blai, de paso o de vuelta de alguna gestión.
Y de repente, en una inhalación, el aire parece que huele de otra manera
y el espacio se ilumina. Parece.
Es sólo un instante.
Y le muestra esa puerta abierta.
Sólo un instante y ya no está.
Y sin embargo, una especie de ebriedad permanece.

No tiene que ver con espacios exóticos, o novedosos.
Puede ser el pasillo de casa, un aroma, o sin aroma.
O en las últimas brazadas, cuando está a punto de salir de la piscina.
Inesperadamente se abre esa puerta
y a partir de ahí no tiene palabras para contarlo.
Pero es feliz.
A ver si van a tener razón cuando dicen que la felicidad es un instante fugaz, piensa.
Pero no.
Ha tocado algo. Estable.
Aunque ella lo pierda, "eso" está ahí.

En las últimas brazadas, cuando está a punto de salir de la piscina, ocurre.
Por un instante piensa en quedarse un poco más, para retenerlo.
Pero sabe que no hay nada que retener.
Ya se ha ido.
La puerta se ha cerrado.
Y emerge del agua sin sensación de pérdida.

Como una amante libre, aparece cuando aparece y se va cuando se va.
Y no está en su mano crear las causas,
eso es algo de lo poco, tan poco, que sabe.
Excepto estar abierta, en silencio, para advertir su presencia, cuando aparece.
Y cuando se va.





Puede ocurrir en el terrado,
y no es la gaviota contemplativa sobre la baranda, a unos metros de su contemplación,
ni el vibrar en la garganta de la tórtola coronando la antena;
no es la nube blanca al mediodía
ni las nubes luminosas sobre el horizonte al ponerse el sol.
No se abre la puerta con ellas, ni sin ellas,
pero de alguna manera sospecha que son como la antesala,
que mantienen su atención despierta
y su silencio atento.

Amigo mío, quizás tú (esta vieja apariencia, tan familiar)
eres otra de las señales,
parte de las condiciones que anuncian la llegada de la luz
del día.
Y de la noche.





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