lunes, 19 de febrero de 2018

De viaje.








Como en una película de Woody Allen, A. se sienta a mi lado a mirar toda la gente convocada.
Admirado, se ríe, y hace un comentario jocoso que no oigo bien.
Luego dice que tiene ganas de irse, no le gusta ser protagonista. Menos mal que no le ven.
Tiene ganas de que se acabe esto y volver a casa.
Y por qué has venido, le pregunto.
Por lo visto, la energía concentrada le retiene aquí (tanta gente que ha venido por él).
Cuando se disuelva (cuando se dispersen), él recuperará la ligereza y algo de libertad.
Yo pensaba que el "espíritu", liberado del cuerpo, es muy ligero y libre.
Dice no creas, no tanto.
Pero no sabe explicar por qué.
Todavía soy nuevo en esto, dice, estoy recién llegado.
Con cuerpo o sin cuerpo, A. no pierde su sonrisa y su sentido del humor.
Lo que más me gusta es ser invisible, dice, y se ríe. Sin nada que demostrar. Eso sí que aligera.

Le explico que yo estaba preocupada por él, por cómo se encontraría en este viaje, si estaría experimentando a ratos miedo o ansiedad. O bien alegría y confianza.
Dice que en realidad ni lo uno ni lo otro.
A ver si va a tener razón mi amigo F y me preocupo demasiado, sin motivo.
Como si me leyera el pensamiento, dice: La que sí va a necesitar ayuda es C.

De un golpe ha tumbado mi orden de prioridades.
A mí me preocupaba sobre todo el viaje en tierra desconocida; aquí, ya se sabe, este guión tan familiar, ya iremos superando los problemillas de una manera u otra.

No necesitas preocuparte por mí, repite, la que va a necesitar ayuda es C.

Entonces llega C, que me ha visto sola, y nos vamos a hablar a un sitio más privado.

Y me cuenta que alguien le ha contado que vio a A.




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