La soledad también encierra una oportunidad muy valiosa.
La misma que cualquier otro tipo de relación, o de interacción.
Aprender a amar.
Por un momento, podemos pensar que para eso necesitamos a los demás seres,
y ésa es, de hecho, una puerta.
Pero en la soledad también te relacionas con alguien
y quizás es la relación más complicada de todas,
el reto más difícil.
Aprender a estar en tu propia compañía,
a sentirte suficiente,
aún más, en plenitud,
con ese yo-misma.
Reconocer las luces y sombras sin juicio ni castigos.
Comprender, conocer.
Llegar, a través de esa relación, a la no-relación.
Llegar a Dios.
Al reconocimiento de ser Dios mismo.
Como en cualquier otra relación
(con tu madre, con tu hijo, con tu amiga, con tus parejas),
la soledad te ofrece la oportunidad
de aprender a amar.
Y, después de todo, eres la persona con la que, sin duda,
vas a pasar el resto de esta vida.
Más te vale aprender a conocerla, comprenderla,
ver cómo se disuelven los juicios, rechazos y culpas.
Reírte con ella, con ternura y compasión.
Si todas las demás puertas se cierran,
siempre tienes una oportunidad para aprender a amar.
La más difícil de todas, el mayor reto.
Así que no tienes excusa.
Y, en cualquier caso, por muchas relaciones que establezcas,
siempre aparecerá el momento en que te tocará estar contigo misma,
al final del día o al principio,
o en el transcurso, en cualquier instante
-a menudo te coge por sorpresa.
El ensayo preciso para el instante final,
tal como llegaste a este mundo.
La soledad es
la prueba del algodón de si el amor del que hablas,
el que dices sentir hacia fuera,
es realmente amor
o requiere otro nombre.
Porque cuando se trata de amor, éste se proyecta en todas direcciones.
No queda ni un solo rincón,
por oculto que parezca,
al que no pueda llegar.
Y esto te incluye también a ti misma.
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