domingo, 12 de julio de 2020

El sentido de la vida es aprender a amar.








Así que ésta es la gran paradoja.
Nacer a la separación para descubrir que no hay separación.

El sentido último de la vida.

Y cómo lo descubres?
A través del amor.
Cuando alcanzas esa apertura.



En una de las paradas del Camino de Santiago
(un peregrinaje como otro cualquiera,
una metáfora,
una oportunidad como cualquier otra),
el hospitalero le dijo,
a ella, que iba en busca de "significado":
El único sentido de la vida es aprender a amar.

Cuántas veces en la vida has escuchado esta frase?
Y sin embargo, aquella vez
era la primera vez que la oía.






Mientras leía la crónica de aquel viaje
("Peregrina", de Mardía Herrero),
pensó que quizás lo que a ella le sobraría sería tantos encuentros,
tanta socialización casi obligada.
Y entonces el hospitalero dijo:
"El único sentido de la vida es aprender a amar".
Y se encendió una luz.
Y sintió que había llegado a su propio Finisterre personal.


Amar como un vínculo,
como una prolongación.
Amar cuando designas "yo" en "el otro",
cuando "aquella montaña" pasa a ser "esta montaña".
Amar, cuando se disuelven los perímetros.






Ya lo venía reconociendo hace tiempo, con otras palabras,
la misma vivencia:
Todo es el rostro de Dios.
Vivir navegando el cuerpo de Dios.

El sentido último de esta vida es aprender a amar.
Reconocer el rostro de Dios,
con la misma devoción en cada forma.
La Conciencia manifestada en cada apariencia,
en cada forma,
en cada situación, emoción, pensamiento.
Incluso en eso que llaman "yo separado"
o samsara.
También ahí, el Yo-grande
manifestado.
Sagrado.





El sentido último de esta vida es aprender a amar.
O el penúltimo:
el que abre la puerta a la vivencia de Unidad,
ese despertar.


Así que naces con dolor a esta vida, el profundo dolor de la separación,
expulsada a este sueño doloroso,
sólo para acabar reconociendo que nunca hubo tal separación.
Así de simple es la historia.






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