Un paseo por la montaña.
Cualquier montaña urbana, accesible.
Baño de bosque, aromas de plantas,
aire limpio y fresco,
una parada en el camino, en ese restaurante en la cima de la montaña
con vistas al valle y otras montañas hermanas.
De nuevo el camino, otro,
los aromas, los colores del atardecer,
la noche como un manto lleno de luces
en el cielo y en la tierra.
Baño de colores y luces y sombras.
Y la fascinación del regreso a casa bajo la influencia del Nirvana,
tan al alcance de la mano.
Y, sin embargo, parece que cuesta tanto "regresar",
como si diera pereza ese arrebatamiento, tan agotador.
Como si tanta intensidad
física, emocional y espiritual
no fuera para todos los días.
No un vestido de diario.
Como si hubiera que dosificarla,
pequeñas gotas de sueños
esparcidas en el sueño profundo.
Como si la fuerza del hábito pudiera más,
la familiaridad con la distracción de los quehaceres diarios,
esa zona de confort.
La pereza activa.
Esa actividad imparable que nos mantiene echando leña en el fuego de la ilusión,
estabilizando la hipnosis.
Ese extraño comportamiento humano.
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