miércoles, 6 de mayo de 2015
Desayuno en casa.
Desayuno en casa.
Y se siente, también, en ese patio del convento de Sigena,
bajo el pino, junto a los álamos.
Tres, como la santísima trinidad. Madre, hijo y el amor universal.
Aquí todo es perfecto también.
El olor de la cafetera y el pan caliente. Y el limón recién exprimido.
El plato de la cerámica artesana que surge de las manos de las monjas de clausura.
El tictac del reloj.
Los avisos de los whatsapps de bienvenida de vuelta a casa.
La alegría de MJ ("Feliz día. Yo me siento feliz, con nubes o con sol o lluvia"), cada día más enamorada.
RM compartiendo sus lecturas de Nisagardata mientras espera su turno en la oficina de Hacienda.
El recuerdo de las monjas invocando la voz, la presencia de Dios,
invocando la gracia para percibirlo.
La imagen de Pablo Domínguez celebrando la eucaristía a solas, para sí mismo, en lo alto de la cima de las montañas que escalaba. Antes de morir como deseaba morir.
Celebrando a Dios, engulléndolo hasta que alimente no sólo su alma sino el aire en sus pulmones, la sangre en sus venas y las células de sus tejidos.
Donde las monjas dicen Dios ella dice Vida, cuestión de semántica.
Se relacionaba y conversaba sin prejuicios.
Cuando ella hablaba de práctica y de integrar, la hermana E. hablaba de presencia ("Cómo puedo enamorarme de una práctica? De integrar? Yo sólo puedo amar a un ser, a una persona. La alegría de amar a una persona presente").
La monja hablaba de Dios, de enamorarse, de vivir enamorada.
Y ella apreciaba el matiz.
Porque ella también hablaba de la práctica del amor, de integrar el amor, de la presencia de Dios (llámale Vida) en cada apariencia.
De la confianza en la Vida (llámale karma).
De la fe absoluta y la entrega a la Vida (llámale Dios).
Al final, pensaba, todas ellas se movían por creencias y por fe.
La hermana E. decía: Yo no creo, yo sé.
Y te mostraba los resultados, la confirmación,
en la alegría del amor en sus ojos.
Ella hacía tanto tiempo que sospechaba que no sabía nada.
Por eso se dejaba llevar por el corazón.
Observaba las inclinaciones espontáneas de su corazón, el motor que la movía.
Y así fue como descubrió su profunda confianza en la vida (llámale Dios, o karma).
Su diminuta pequeñez.
Su enorme grandeza.
Su entrega.
Como le llamaran a eso era mera designación.
Por eso había dejado de debatir hace tiempo con cualquier tradición.
Sólo le interesaba el amor que las inspiraba.
Regocijarse, contagiarse.
Hacerse grande, cada vez más grande,
en el amor que las vinculaba.
Que las unificaba.
Grande, grande, unificadas.
Hasta desaparecer.
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