jueves, 7 de marzo de 2013

Atardece.












Atardece
y llora un perro.
A veces ladra (reclama) y a veces llora.
Atardece gris y azul, acercándose al crepúsculo de un día de nubes.
Y promete un paisaje de colores mágicos
de fuego.
A este lado de la ventana el incienso forma nubes más pequeñas de aromas sugerentes, sobre un poso de tierra del desierto de Marruecos.
De vuelta de su viaje, mi hija no me trajo telas ni especias de colores, sino una botella de plástico llena de arena del desierto, una vez saciada la sed.
Me trajo un trozo del desierto que me gusta tanto
y ahora anda esparcido por la casa en copas transparentes de cristal o cerámicas
que a ratos acogen velas o inciensos.


Silencio.
Y me siento sobre las rodillas, sobre el zafu negro que
me regalaste, sobre mi futón de cuadros grises y blancos sobre
el tatami, y hago inmersión en el amor que me disuelve.
Y me convierto en zafu negro,
en futón,
en el tatami, en la arena
del desierto,
el humo y el aroma del incienso,
el llanto del perro, las nubes sonrosadas y grises
y el azul claro como un telón de fondo.
Me convierto en todos los haikus que no he leído todavía
y en los que he leído,
en todos los cómics zen que nunca se han publicado
y en las experiencias místicas o iluminadas
no contadas.
Me convierto
en la percepción de un instante eterno.
En el latido
del corazón.
Del
Corazón.
Me convierto en el universo. En todos los universos.
Me convierto en la trenka gris que heredé de mi hija,
colgada a secar después de la lluvia
y aromatizada de nubes de incienso.
En tu llamada,
me convierto en tu voz
y en la cita para la cena de esta noche
y en tus confidencias.
Me convierto en tu corazón abierto
y en el mío.
En las olas gigantes que esta mañana no me dejaban entrar en el mar,
en la espuma blanca que mojaban mis pies y mis rodillas
y salpicaba mi vientre y mi pecho desnudos
y mi rostro entregado, de ojos cerrados
y ojos abiertos.
Me convierto en el aire frío que acariciaba mi piel.
En el vientre cálido de la piscina
donde juego a caminar con las manos por su suelo
profundo.
Me convierto
en todas las profundidades.
Dios, qué larga es esta vida humana y qué intensa
y qué llena.
Qué densa es esta mente humana.
Este corazón gigante que lo abarca todo,
este latido
como una nana,
como un mantra
protector.
Qué poderosa
y qué ligera.
Qué sabiduría en los corazones, como clones por mitosis;
qué apacible el latido
de este cuerpo
cósmico.
Cuando se acaba la búsqueda
y la indagación
y la investigación
y basta
con soltar
y entregarse.
Perderse
para ser.
O no ser.




































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