viernes, 30 de junio de 2017

Tenerlo todo y no tener nada que perder.






Gigantes masas de nubes protectoras, claras, luminosas.
Anoche, la luna creciente. Como una línea preñada de futuro, y de presente.

En la niñez, pudo asistir a una gran lección sobre la impermanencia y la muerte.
Y ello tuvo dos marcadas consecuencias:
Por una parte, desde entonces hizo suyo aquel lema sobre "quien nada tiene, nada puede perder".
Y lo vivía desde la libertad y no desde la amargura.
Por otra parte, cada vez que se descubría en un momento de alegría o plenitud, automáticamente recordaba que en ese preciso instante (esa precisa experiencia) ya estaba muriendo.
Nada podía ser retenido, todo estaba en proceso de mutación.
Lo reconocía sin amargura. Con desapego, soltando.
No la cogería por sorpresa.


Así fue hasta aquel día, en medio de una clase en la universidad.
Aquí y ahora una vida gestándose dentro.
Nada que hacer, la vida sabe, el cuerpo sabe.
La voz de aquel profesor como un idioma extraterrestre y lejano, hablando de temas lejanos.
Miraba la luz por la ventana, respiraba el aire como un milagro y contemplaba la vida dentro.
Y la vida fuera.
La vida.
Y por una vez no pensó en la muerte, esto ya está acabando.
Pensó en la vida, esta vida cargada de presente, y de futuro.

Y esta profunda dicha no está muriendo sino que está empezando a nacer.




Y así fue como soltó su viejo mantra, "quien nada tiene nada puede perder".
Y empezó a darle la bienvenida a cualquier cosa que llegara a su vida.
Porque ella no iba a ser su presa ni su esclava.
La clave estaba en no dejarse poseer.
Disfrutar libremente y reconocer el libre itinerario de los objetos, personas o situaciones que pasan por el sueño.




Su padre la hizo fuerte para afrontar la muerte.
Su hijo la hizo fuerte para afrontar la vida.

La marcha de su padre, cuando era niña, la ayudó a comprender la gran lección sobre la impermanencia y la muerte.
La llegada de su hijo le enseñó a amar la vida, la entrega, la alegría y la plenitud. Sin miedo.

Su hijo llegó a su vida para derrotar todos los miedos y darle permiso a la alegría que acepta la vida y la muerte.
Le enseñó a aceptar los regalos de la vida.

Porque puedes tenerlo todo y no tener nada que perder.





domingo, 18 de junio de 2017

Entenza.







Salió del metro al llegar a la parada que le habían indicado. Tomó una salida por azar. Y apareció frente a esa estación del bicing donde tantas veces se había parado a pasar la tarjeta por la pantalla para solicitar una bicicleta. Y a veces tampoco ahí la conseguía y le daba igual. Seguiría bajando la calle camino a la próxima estación, camino de casa. Nunca se fijó en que estaba esa parada de metro justo ahí delante. Así que al salir ahora de los intestinos de la ciudad y encontrar al otro lado de la calle esa barra negra con las bicicletas ancladas, volvió a aparecer esa experiencia de paz, alegría y plenitud que solía sentir al pasar por ahí, justo ahí, tantas veces.

Salía del centro de meditación donde había trabajado tantas horas, como cada día, y había participado de las enseñanzas, las meditaciones, el espíritu de la sangha, y al llegar la noche, cuando el centro se vaciaba, ella aún se quedaba allí unos minutos más para acabar de recoger, subir la clase grabada a la "nube" de internet, apagar luces, cerrar conexiones y aires acondicionados, bajar la persiana y cerrar con llave el candado. Y echaba a andar en busca de una bicicleta en alguna estación.

Pasaban de las 11, después de seis horas de intensa actividad (con el frío del invierno o el aire fresco del verano) y ni se planteaba buscar un metro o un autobús de vuelta a casa. Aún bajo la influencia de tantas "bendiciones", tocada por la mano de Dios, tenía que caminar por las calles, sentir el aire en el rostro, respirarlo, no importa cuántas estaciones del bicing tuviera que recorrer para encontrar una disponible, escasas a esas horas de la noche y a punto de cerrar el servicio.

A veces sonaba el móvil (después de varias horas de desconexión) y su amiga le contaba algún problema urgente y dramático, pero en esos momentos la escuchaba con serenidad y fortaleza, y el drama no la secuestraba. Al contrario, podía ver claramente cómo se iba disolviendo la hipnosis hasta desaparecer.

Todo eso volvió a emerger repentinamente, cuando salió del metro (esa parada desconocida) y apareció ese escenario tan familiar.

Emergió una lluvia de bendiciones,
el fresco de la noche (aunque ahora era una hora de sol hiriente de verano),
la libertad.
La alegría.
La plenitud. Tan serena.







jueves, 8 de junio de 2017

De retiro.







El maestro Linji dijo:
Hay peregrinos que suben al monte Wutai para encontrar a Manjusri. Eso es un error.

No tienes que ir a Wutai Shan para encontrar a Manjusri, dice Thich Nhat Hanh.
¿Crees que sólo está allí, y no en otras montañas, como el monte Putuo,
porque Putuo es la casa de Avalokiteshvara?
¿Y que en el monte Emei sólo se encuentra el bodisatva Samantabadra?

No necesitas gastarte tu dinero en un billete de avión, alquilar un coche en el aeropuerto y conducir muchas horas para poder llegar al monte Wutai y buscar a Manjusri.
Si quieres conocer a Manjusri, basta con que mires lo que tienes delante de tus ojos.
Si no lo reconoces aquí, no lo vas a encontrar en ninguna parte.




A ella le gusta cuando se siente en su casa como en un retiro.
En su santuario particular.
Le gustan sus desayunos, como la primera ofrenda del despertar.
El silencio en su gompa privada,
el aire que se cuela por la ventana de la galería,
la luz abundante,
los aromas a su paso,
la nevera llena de frutas y otras anticipaciones.
El futón a la sombra, cuando el altar principal está ocupado por el sol de la tarde.
Le gusta fregar los cacharros, limpiar la cocina no muy sucia,
perfumar el suelo y el aire.
Los palitos difusores, de olor a nardo y jazmín.
Le gusta el verano (cuando es verano).
Y en el invierno, le gusta el invierno.
Le gusta la confianza, que llena su vida de amor.
Y el amor, que llena su vida de confianza. Que es lo contrario del miedo.
Le gusta su zafu, que le regaló su amigo, tan significativo,
y la silla sueca, cuando le molestan las lumbares.
Y el piano que ya no toca.
Le gusta, como un arrebato, como un secuestro místico, la voz de las gaviotas, a las 12 de la noche, a las 7 de la mañana o al atardecer.
Le gusta oír la voz del mensajero al otro lado del interfono, abrir el sobre, encontrar nuevos libros como cofres llenos de tesoros.




Le gusta vivir como en un retiro, en casa.
Con sus aromas, sus ágapes y celebraciones, siestas, estiramientos, lecturas,
meditaciones formales
y la vida como una meditación.

A veces coge la bicicleta y se da un baño en el mar,
o sale a comprar comida,
o al cine,
o pasea por la montaña,
o se reúne con la sangha para meditar,
o queda con alguien para compartir.
Pero nada de esto rompe su retiro
personal,
en su gompa sagrada
de meditación.





No tiene que coger el avión y peregrinar a Wutai
para encontrar a Manjusri.

No tiene que recorrer el mundo para sentirse viva.

Sin amor -dijo una vez- el lugar más paradisíaco podría ser un infierno.
Sólo el amor puede llenar mi vida de significado.
Ninguna otra cosa puede hacerme comprender, y despertar.

Y para encontrarlo, no necesita ir a Wutai, ni a Putuo, ni al monte Emei.
Si no lo encuentra aquí mismo, no lo va a reconocer en ninguna parte.

Le gustan los retiros en su propio santuario personal, sin salir de casa.




martes, 6 de junio de 2017

Los tres sellos del dharma.






La meditación guiada versaba sobre la impermanencia.
Y la ayoicidad.
Y el nirvana.
Los tres sellos del dharma.


Generalmente, solemos contemplar la impermanencia cuando algo desaparece de nuestras vidas.
Ahí es fácil.
O incluso cuando algo aparece (ya sea a nuestro gusto o disgusto).

Pero a ella también le gustaba contemplar la impermanencia en la calma.
Cuando parece que reina la quietud. Y no pasa nada. Esa hipnosis.
A ella le gustaba poner la atención en la gestación invisible.
La vida preñada.
Antes o después tendría lugar un nuevo parto.
Le gustaba contemplarlo antes de nacer, aun antes de las señales.
Desarrollar la visión como se desarrolla un músculo.

Le gustaba contemplar la impermanencia en la aparente permanencia,
cuando meditaba
o en las larguísimas sobremesas del desayuno.





Por otra parte, tenía la rutina de escribir.
Escribía en su cuaderno a diario, sobre las (aparentes) idas y venidas que tenían lugar a lo largo del día; situaciones externas, personas, emociones...
Al principio de la libreta, solía dejar varias hojas en blanco, que se irían ocupando con el paso del tiempo, con una especie de índice que iba recogiendo los acontecimientos importantes, las revelaciones.
Y resultaba fascinante.
Contemplar cómo el índice iba tomando cuerpo a partir de los acontecimientos de la vida.

Descubrir cómo cada deseo (sensación temporal de carencia) o miedo se acababa materializando en el guión de su vida.
Cómo iban apareciendo personas y situaciones que respondían a las experiencias previas, de carencia, deseo, exploración...
La propia mente generando las situaciones que necesita explorar en cada momento.
Para darle la oportunidad de descubrir que no siempre era lo que realmente precisaba en su vida.




La mente creando, o la vida creando, cuando descubre que no hay un yo separado (la ayoicidad).
Fascinante revelación de la impermanencia, el karma en acción, el interser.
La ayoicidad.

Le puedes llamar nirvana. O samsara.
Pero todo está aquí.
Los tres sellos del dharma.
Que quizás son cuatro.
O uno solo.

La ligereza de fluir.
Y disolverse.
Como agua vertida en agua.