lunes, 24 de junio de 2019

Ama y haz lo que quieras.








La facilitadora leía el tercer entrenamiento, sobre el amor verdadero
y las correctas relaciones sexuales.
El comentario del maestro estaba lleno de normativas y apreciaciones,
sobre el compromiso de larga duración,
la bendición de las familias y amistades, etc.
En el momento del compartir, algunas personas comentaban sobre los nuevos hábitos,
la juventud, los abusos, el maltrato y la violencia.
Las duras consecuencias del amor mal entendido.

Ella entendía por qué las normas eran necesarias en determinados contextos, como una guía, un referente en el camino. Un faro.
Y sin embargo, a menudo lo escuchaba como un exceso de ruido.


Cuentan que a San Agustín de Hipona le preguntaron en cierta ocasión sobre los mandamientos más básicos,
los fundamentos para una vida virtuosa.
Otras fuentes consideran que el protagonista de esta historia fue el historiador romano Cornelio Tácito.
En cualquier caso, fuera quien fuere,
parece ser que se detuvo a pensar unos momentos para acabar concluyendo:
"Ama y haz lo que quieras".

Eso era suficiente para ella.
Desde el amor, no puedes hacerle daño a nadie,
ni a ti misma.
Eso bastaba.







También le resultaba de gran inspiración aquel poema de Agustín García Calvo
que había escuchado por primera vez en la voz de Amancio Prada.

Libre te quiero 
pero no mía.

Le pareció tan profundo y obvio al mismo tiempo.
No puedes ser libre y de alguien a la vez.

Entonces, el poeta iba más allá:
Ni de Dios.
Ni de nadie.

Ni siquiera de Dios, pensó ella,
con la alegría cada vez más profunda de seguir conquistando espacios.
Libre de ninguna idea de Dios.

Ni tuya siquiera,
dijo al fin el poeta.

Y sintió romperse en pedazos la ilusión última.

Y ya no había nadie para ser libre.
Sólo la libertad.

Ella siente que le sobran todas las reglas sobre el amor verdadero.
Le basta con dos antorchas inspiradoras:

Libre te quiero, dice una de ellas.

La otra: Ama, y haz lo que quieras.

Y todo lo demás sobra.






sábado, 22 de junio de 2019

La vida sagrada.








No hay separación.
No está el mundo a un lado y Dios al otro.
O lo sagrado.
Todo es una manifestación de Dios.
Todo es sagrado.
La compañía del amigo,
sus palabras como un ungüento reparador.
Y también el dolor,
y quien parece que lo causa.
El relato que te duele también es sagrado.
El miedo al sufrimiento de la persona que amas
también es sagrado.
El dolor
del dolor de la persona amada,
sagrado.
No hay nada que rechazar.


"La vida siempre nos da exactamente la enseñanza y la guía
que necesitamos en cada momento.
Esto incluye cada mosquito,
cada contrariedad,
cada embotellamiento de tráfico,
el compañero de trabajo difícil,
cualquier enfermedad,
cada pérdida,
cada momento de alegría
o de depresión,
cada adicción, cualquier apego,
cada resto de basura,
cada respiración.
Cada momento.
Cualquier momento
es el guru.

(Charlotte Joko Beck)







"El desapego respecto a las cosas no significa establecer una contradicción entre las cosas y Dios,
como si Dios fuera una cosa más
y sus criaturas sus rivales.

No nos desapegamos de las cosas para apegarnos a Dios,
sino que nos desapegamos de nosotros mismos
con objeto de poder ver y utilizar
todas las cosas en Dios
y para Dios.

No existe ningún mal en nada creado por Dios,
ni nada procedente de él puede convertirse en un obstáculo
para nuestra unión con él.

El obstáculo reside en nuestro yo,
es decir, en la tenaz necesidad de preservar nuestra voluntad separada,
externa, ególatra.

Nuestro dios reside entonces en este falso yo,
y lo amamos todo por el bien del yo y en función del yo.
Utilizamos todas las cosas para rendir culto a este ídolo
que es nuestra individualidad imaginaria.

Hasta que no amemos a Dios perfectamente,
todas las cosas del mundo podrán herirnos.

Las cosas que Dios ha creado nos conducen a él
y sin embargo al mismo tiempo nos alejan de él.
Nos engatusan y nos frenan en seco.

En lugar de adorar a Dios a través de su manifestación,
andamos siempre de acá para allá
tratando de adorarnos a nosotros mismos
por medio de las criaturas.
Pero adorar a nuestro falso yo
es rendir culto a la nada.
Y la adoración de la nada es la experiencia del infierno."

("El silencio. La dicha".
Thomas Merton)






jueves, 20 de junio de 2019

El aburrimiento.







Viento.
Y silencio de mediodía.
El sonido lejano de la máquina de algún taller del barrio.
El ladrido de un perro.
La voz del viento.
Una puerta al cerrarse.
El canto de una tórtola en vuelo.
El planear de las gaviotas al otro lado del marco del balcón.
Una niña de paso, a la salida de la escuela.
Ruidos de cacharros en la cocina de la vecina.
El silencio preñado.

El viento en las plantas de los terrados.
Su paisaje, un mar de terrados urbanos a este lado de las montañas,
coronadas por la iglesia del Tibidabo.
Al otro lado, otro mar
mediterráneo.
Y el viento rizando la piel de agua,
dando vida a una sucesión de olas vestidas de espuma blanca,
como una fiesta de faralaes.

El canto de los gorriones, como bebés.





A veces llaman aburrimiento a una cierta quietud,
aparentemente vacía.
Tan llena.
Como un vientre preñado de posibilidades.
Ese instante de concepción
(si es que hubiera un instante de no-concepción).

Parar.
La agenda vacía.
Ningún lugar a donde ir.
Y en cada requerimiento, la conclusión de que "no hace falta".

Parar.
Mirar la luz del día en transición,
el viento en el toldo
y en las plantas
y en los sonidos del silencio
del mediodía.
Y este cuerpo aún latiendo,
como las hojas de albahaca en la maceta del balcón.
Algunas de ellas, separadas con veneración,
ahora descansan sobre el plato de ensalada.
Dentro de unas horas, en sus ríos de sangre,
en sus órganos,
que pasado el tiempo serán nutrientes de otros cuerpos.
Este ir y venir.
En apariencia.

El dulce aburrimiento.
Esa anticipación
explosiva.
Cuando Dios tiene espacio para hacerse presente.

Cuando los ojos cansados tienen espacio para cerrarse
y abrirse.
Y encontrar a Dios.