jueves, 20 de junio de 2019

El aburrimiento.







Viento.
Y silencio de mediodía.
El sonido lejano de la máquina de algún taller del barrio.
El ladrido de un perro.
La voz del viento.
Una puerta al cerrarse.
El canto de una tórtola en vuelo.
El planear de las gaviotas al otro lado del marco del balcón.
Una niña de paso, a la salida de la escuela.
Ruidos de cacharros en la cocina de la vecina.
El silencio preñado.

El viento en las plantas de los terrados.
Su paisaje, un mar de terrados urbanos a este lado de las montañas,
coronadas por la iglesia del Tibidabo.
Al otro lado, otro mar
mediterráneo.
Y el viento rizando la piel de agua,
dando vida a una sucesión de olas vestidas de espuma blanca,
como una fiesta de faralaes.

El canto de los gorriones, como bebés.





A veces llaman aburrimiento a una cierta quietud,
aparentemente vacía.
Tan llena.
Como un vientre preñado de posibilidades.
Ese instante de concepción
(si es que hubiera un instante de no-concepción).

Parar.
La agenda vacía.
Ningún lugar a donde ir.
Y en cada requerimiento, la conclusión de que "no hace falta".

Parar.
Mirar la luz del día en transición,
el viento en el toldo
y en las plantas
y en los sonidos del silencio
del mediodía.
Y este cuerpo aún latiendo,
como las hojas de albahaca en la maceta del balcón.
Algunas de ellas, separadas con veneración,
ahora descansan sobre el plato de ensalada.
Dentro de unas horas, en sus ríos de sangre,
en sus órganos,
que pasado el tiempo serán nutrientes de otros cuerpos.
Este ir y venir.
En apariencia.

El dulce aburrimiento.
Esa anticipación
explosiva.
Cuando Dios tiene espacio para hacerse presente.

Cuando los ojos cansados tienen espacio para cerrarse
y abrirse.
Y encontrar a Dios.






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