sábado, 20 de octubre de 2018

En la recta final.






Querido amigo.

Por si te preguntas cómo me encuentro, te diré que esto es el paraíso. Nada me falta. Y nada me sobra -aunque tendré que cargar de vuelta con la mitad de la comida que traje, y eso que nos temíamos que no me llegaría para todo el retiro y tendría que recurrir al comedor del monasterio; pues no ha sido así. 

Mi primer retiro relativamente aislada, y me pregunto si me animaré a volver a hacer otro tipo de retiro con actividades programadas, en el futuro. 

Mientras te escribo, veo que los pájaros cada vez se acercan más, con pequeños vuelos de las ramas del pino que me cubre al tejado de mi caseta de madera. 

El tiempo ha refrescado desde que llegué así que hoy que ha amanecido un cielo claro no busco la sombra sino que me ofrezco al sol (eso sí, de espaldas) y hago acopio de su calor. 
No hay ni un solo instante del día que no sea consciente del interser, de mi "formar parte", de mi cuerpo grande. Cuerpo ilusorio también, ya lo sé, pero inmensamente grande, y maravilloso. Lo contemplo, lo vivo sin gratitud (no sé si esto te sonará bien). Simplemente es como es, cada cual haciendo su función.
Recientemente he podido entender el significado de la enigmática frase promocional de aquella popular película romántica de mi infancia: "Amor significa no tener que decir lo siento". Ni tampoco gracias. Es perfectamente natural que sea así. El amor es amor. Y no hay nada más que decir. 

Por la mañana me despierta la luz coloreada que anticipa la salida del sol, colándose por la ventana a los pies de mi cama. Se me regala y la recibo sin ningún esfuerzo, desde la almohada. 
Todo es así, todo el día y toda la noche, sin esfuerzo alguno, sin horarios, sin presión. 
Aunque tengo el cajón de meditar y el altar de Buda junto a la cama, no puedo dejar de contemplar la grandiosidad de la salida del sol, cada día nueva, diferente, primera vez. 
Solo cuando el sol ya empieza a estar alto puedo sentarme a saludar a Buda, con el que me ha costado unos días establecer una cierta intimidad (con la figura de madera, me refiero), tan atraída por la apabullante magnitud del Buda-Naturaleza. 







Tendré que resumir mi agenda del día para no aburrirte. 
Después del desayuno en mi porche, robado al bosque, en el corazón del bosque, y de poner orden en la cocina (la caseta de piedra) y en mi cuarto (la caseta de madera), durante los primeros días salía a descubrir caminos y aromas por la montaña, pero últimamente se me va la mañana en el estudio, contemplación y meditación. Tomando nota de experiencias reveladoras (pequeñas o grandes comprensiones), que sé que aún no son realizaciones estables, en las que me propongo indagar más. 
Las mañanas suelen ser tremendamente nutridoras. 
Cuando el organismo me lo requiere, entro en la cocina y le preparo algo de comer. Siempre es una maravillosa, inspiradora ofrenda, al sol o la sombra, variando el lugar donde sitúo la silla y la bandeja, dependiendo de las condiciones climatológicas. Pero hasta la fecha nunca he tenido que comer en el interior. 
Dado el sedentarismo de la mañana, por las tardes el cuerpo me lleva a caminar, caminos espontáneos, llenos de sorpresas siempre. 
Así hasta la puja de la tarde en el templo, a las 7, de donde salía para recibir la llegada de la luna por detrás de la montaña, junto al monasterio. 
(Hace días que ya ni siquiera asisto a la puja; la montaña me resulta más inspiradora, allá donde esté.)
Inspiradora semana de luna llena (pre y post) iluminando el camino oscuro de vuelta a casa. Día a día más tardía, anoche ya la esperé en el porche de casa, alto sobre el camino, como en un palco de privilegio. 

La meditación formal de la tarde-noche, en el zafu frente al Buda, en la penumbra del cuarto de madera y la luz de la vela, única ofrenda junto a las ramitas de romero. 
Anoche Buda y yo forjamos cierta intimidad (casi por primera vez en este retiro), tan apagado que se me presentaba en su figura y tan resplandeciente en la naturaleza. Fue una intimidad profunda, y fresca, luminosa. Diferente. 

Las noches solían ser entrecortadas al principio, porque me despertaba una y otra vez a seguir la trayectoria de la luna en el marco de la ventana junto a la cama. Tan cerca. Solo tenía que abrir los ojos. La encontraba y volvía a dormir, sin esfuerzo. Y luego volvía a abrir los ojos para encontrarla. Y así toda la noche. Hasta que la penumbra del cuarto de madera era invadida por la luz y los colores que anuncian el nuevo sol, como una bola de fuego, roja, reinando un día más. 

Y así un día tras otro. Ahora ya en la recta final. Respirando cada instante como si fuera el último, o el primero. No deseo que se acabe. Pero tampoco deseo lo contrario. En estos momentos no hay deseo. 

Excepto el deseo de verte (de vuelta al mundo de los deseos) sin tener que contártelo ya. Si acaso los pequeños detalles. 
Si puede ser montaña arriba, camino de un ágape privado en Can Cortés. 
Si puede ser.

Un fortísimo abrazo. 






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