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Querida amiga:
Ha sido una noche movida; veía (o me temía) que estabas enferma, con fiebre, con molestias y sola. Y yo no podía hacer nada. Sólo contemplar tu infinita paciencia y fortaleza.
Son unas lágrimas dulces cuando quieres ayudar y no puedes; dulces porque no duelen.
Cuando mi hijo tenía unos 16 años y se fue a pasar un tiempo en Madrid para hacer una serie, y yo le despedía en la estación de autobuses, pensaba: si me muriera ahora podría estar a su lado y cuidarle todo el tiempo, tocando su mente sin que él se dé ni cuenta, transmitiéndole pensamientos positivos y energía. Y como no podía hacer nada de eso, le di el tocho de El libro tibetano de la vida y de la muerte. Para que me sustituyera mientras tanto. (Ahora regalo Una vida con significado, una muerte gozosa).
Si el día que me vaya puedo mantener este pensamiento, este deseo, esta conquista al fin ("ahora sí que voy a poder ayudaros"), va a ser una muerte tremendamente gozosa. Inmensamente apacible y feliz.
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