domingo, 24 de septiembre de 2017

La contemplación y el santuario interior.






Mediodía.
Sol de otoño en el terrado y ligero viento.
Cielo claro y unas nubes blancas y abundantes.
Aún le gustan tanto las nubes, tan luminosas. En transformación.

Da igual la forma, bellísimas. Inspiradoras.
Da igual verlas morir (tu madre amada, tu hija o tu hijo, tú misma).
El cielo permanece abierto y claro, y nuevas nubes surgen,
hacen su recorrido, cambian su forma en el trayecto,
hasta disolverse
y desaparecer.

A veces una nube tiene forma de martillo
pero sigue su paso transformador y se convierte en un corazón.
A veces es una, nítida y clara, pero se alarga y se alarga,
y parece desvanecerse
y finalmente son tres.
Y luego no son nada.
Disueltas en un fondo azul, como aire vertido en aire,
espacio vertido en espacio. Vacío.

Tan hermoso, tan apacible contemplar el proceso de la vida.





Hay quien se retira en un monasterio
o asiste periódicamente al templo.
Hay quien se va bajo un árbol
(ella aún recuerda aquel árbol en el centro de la plaza Soledad,
silencio de mediodía y viento de Almería),
quien sube al terrado de la casa
o se instala a la orilla del mar.

Dicen que la posición del loto es la buena (zazen),
pero ella a veces se sienta en seiza, la espalda recta,
o se tumba en el futón,
o camina el pasillo de casa,
o pedalea la bicicleta en una escenografía de puerto marítimo,
o se deja caer en una hamaca asimétrica de plástico en el terrado.
Da igual.
Lo que importa es la contemplación. Y el silencio.
Y la entrega.
Y la gozosa plenitud.






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