domingo, 17 de mayo de 2020

Si tú te vieras como yo te veo.








Cuando abrió los ojos las manecillas del reloj marcaban las 5,30.
Aún era oscuro fuera pero algunos pájaros ya empezaban a volar
y a cantar.
Las predicciones habían anunciado lluvias pero de momento no estaban ahí.
Imaginó el mar, vio el horizonte aún oscuro, indefinido.
Se levantó y sus manos prepararon una mochila rápida
y de repente sus pies estaban pedaleando una bicicleta,
bordeando el puerto casi vacío, que ya empezaba a aclarar.
Adelantó a alguna persona que corría, sin prisa.

Caminó la arena descalza hacia la orilla como una alfombra de agua
con bordados de espuma en sus bordes.
Se deshizo de la ropa y caminó
y flotó
y se sumergió
y se hizo agua.

En el horizonte de agua, nubarrones grises y claros blancos de luz
y haces rosados de sol.
Mientras se secaba el cuerpo comenzaron a caer unas gotas minúsculas,
como si el agua se resistiera a su marcha.
Así que caminó por la orilla e inhaló el aire de mar
y se llenó de mar
y de los colores mágicos del amanecer.




Un amigo le dijo:
Este confinamiento tiene algo bueno.
Debería haber un mes de confinamiento todos los años.
Como un retiro -dijo ella-. Eso lo puedes hacer.
Sí, pero colectivo -respondió el amigo.
Un parón colectivo.
Sin virus ni muertes ni sufrimiento, simplemente un tiempo de confinamiento
colectivo.
Como el ramadán.
Un ramadán de actividad productiva.





En su conexión epistolar
(ella sigue sintiéndose cómoda en las cartas, aun en formato de email),
su amiga insistía en la indagación del yo.
Tú no eres ese "yo separado" -insistía-,
ni lo que aparece ahí fuera es real,
ni tus emociones tienen nada que ver con el ego,
ese proceso mental que tampoco existe;
son una experiencia de la Conciencia, como todo lo demás.
Tu cuerpo, tu tristeza o disfrute,
el duelo de pérdida o la plenitud,
el vuelo de las gaviotas,
el aire que abanica los árboles de la montaña o el sol cálido en tu piel,
todas son simples experiencias de la Conciencia.
Lo que tú llamas el Yo Grande.

Conforme -pensó.
Pero ella ya no veía tal separación.
Los pequeños mirlos en la antena, la blanca gaviota a su lado, en la baranda,
de alas grises y majestuosas,
el yo separado,
en todo encontraba el rostro de Dios.
En los dedos que sostenían el bolígrafo sobre el cuaderno,
en la bandeja del desayuno en el poyete del terrado.
En la quietud de este cuerpo sobre la hamaca,
en el movimiento de la persona que desciende el camino de la montaña
cuando acaba la franja horaria para el paseo.
En el camino mismo.
En el vuelo libre de las gaviotas
y en el canto de la gaviota inmóvil,
como ella misma,
a su lado.
También el rostro de Dios.

Y en esa contemplación descansaba.





Se dio cuenta de que durante mucho tiempo había sido una especie de mantra silencioso.
Cuando alguien le contaba su relato personal, su dolor,
su fracaso, su culpa, su impotencia,
ella la escuchaba en silencio y pensaba:
Si tú te vieras como yo te veo...

Si te vieras como yo te veo, no sufrirías tanto.
No tendrías tanto miedo.
Si te vieras como yo te veo,
tan claramente la cara de Dios.
Si vieras la perfección que yo veo,
la plenitud que contienes.

Si tú te vieras como yo te veo.







No hay comentarios:

Publicar un comentario