viernes, 5 de julio de 2019

Sobre la reencarnación.







Cada etapa en la vida es eso,
una nueva vida.
Un nuevo yo en un nuevo mundo.
En general, hemos comprado la creencia de que la vida humana es la juventud,
y quizás una parte de lo que llamamos la "madurez".
La vida adulta.

Antes de eso, la infancia es considerada como una mera formación,
la preparación para la supuesta vida.
La adolescencia, la puerta de entrada al mundo adulto,
la antesala,
la prueba de fuego, el rito de paso.
Pero aún no es considerada propiamente "la vida humana".
Todo lo que se nos pide que hagamos tiene la mirada puesta en el objetivo
de la vida adulta.
La Vida.
Y entonces es cuando llegamos a nuestro reinado,
el referente de la "vida",
la vida misma.

Puede ser un reinado difícil, despojado o abundante,
conflictivo, lleno de sorpresas o previsible,
largo o corto,
pero ahí se considera que está nuestro zénit,
la cumbre,
la vida humana por definición.

Y a partir de ahí, la decadencia,
las derrotas,
lo que consideramos las pérdidas
(del cuerpo, de la mente, del poder),
las dependencias,
la añoranza,
la nostalgia de la vida pasada.





Y sin embargo, la vida es vida en todo momento.
Y la vida humana es vida humana en todo momento.
La vida del bebé es la vida del bebé,
como antes de nacer es la vida del embrión
o la del feto.
Otras condiciones, otro yo,
otro cuerpo,
otros retos, otros disfrutes.
Un yo en su mundo.
Muere uno y nace otro.


La pregunta es: Cuál es mi yo en estos momentos?
Cuál es mi mundo?
Cuáles son las condiciones, aquí y ahora?
Qué vida es la que me toca vivir
en este sueño
kármico?

Sin expectativas ni puertos futuros.
Sin nostalgias
ni duelos que me impidan percibir la nueva realidad, aquí y ahora,
las nuevas posibilidades
y oportunidades.

Qué ocupa mi mundo hoy, en esta nueva vida que nace?





Ella dijo:
Tiempo.
Preciado tiempo libre sin culpa.
Tiempo para contemplar.
Quietud y silencio.
Algunas amistades, compañeras de viaje.
Nada que demostrar, esa libertad.
También hay nudos y conflictos pendientes, pero el drama tan reducido,
la paciencia tan crecida.
El respeto al ritmo de las cosas.
El cuerpo frágil.
La conquista al fin de la lentitud.

El aire de la montaña en la piel, sin culpa.
El canto de los búhos
y las golondrinas, los nuevos pájaros del verano sobrevolando mi cielo.
La sombra acogedora de mi hogar
con vistas a la luz cambiante del día y de la noche.
Mi santuario personal.

Una sangha y una sala mágica en la que meditar.

Unas compañeras de viaje con las que celebrar y compartir sueños y aventuras,
y tristes pesadillas de abuso (este escenario aparentemente externo)
como un espejo
reflejando los nudos sin resolver.


No existe una vida específica
sino una sucesión de vidas encadenadas
para una sucesión de yos.
Y aferrarse al referente de un solo yo
en un solo mundo
viviendo una sola vida
no dejará de ser una fuente de sufrimiento
porque se basa en el error
de no reconocer la impermanencia
y la diversidad.

La multiplicidad que hay en la singularidad.
Y la singularidad que hay en la multiplicidad.








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