sábado, 21 de julio de 2018

Lluvia de verano.








Una lluvia de bendiciones refrescó el ambiente y limpió el aire
y los terrados
y las calles.
Daba miedo, mientras duró.
Los golpes en las ventanas, portazos,
el agua colándose por las ventanas abiertas de verano,
o por las rendijas cuando se cerraban.
Bajó las persianas y se hizo la oscuridad en la casa,
como en el exterior.
Podía dar miedo, y sin embargo,
no era más que una lluvia de bendiciones,
barriendo y limpiando el escenario.
Purificándolo.



Sufrimos tanto, aun cuando no hace falta.
Los miedos arraigados,
al dolor, al cambio, a las pérdidas,
al riesgo, a salir de la zona de confort.

Tanto sufrimiento añadido a la simple aventura de vivir.

Aun cuando la vida nos coge en sus brazos para acunarnos,
puede llegar a doler tanto
el vértigo.





Ha refrescado, y las gaviotas también han salido,
a navegar el aire,
ahora vacío de agua.

La ropa tendida en los terrados sacude las nubes dentro de sí
pero eso ya no será posible,
no absolutamente.
Las nubes ya forman parte de los toldos en las terrazas,
las plantas,
los árboles del Montjuic y Collserola.

El mar en el que te bañaste
ya está en la nube,
la nube en el árbol,
el aire africano en mis pulmones
y en la sangre que circula por mis venas.
El aire que la última indígena aché respiró,
la energía transcendente de la meditación de una monja,
la entrega de la oración de una madre desesperada,
el dolor de un recién nacido.
Todo
en el aire que respiro.

El interser.

En un día de lluvia de verano.







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