miércoles, 15 de julio de 2015

La danza.







Hace calor, sí -dijo ella.
Mi organismo se adapta al calor porque hace calor.
No me quejo. No deseo que sea de otra manera.
No anhelo la llegada del otoño;
por qué voy a querer empujar la rueda del tiempo, acelerar el ritmo del proyector?
Si acaso, en la sensación de calor evoco anteriores experiencias de calor en otros lugares
(el desierto de Almería camino de la Isleta del Moro, los mediodías norteafricanos en una plaza frente al té de menta o el zumo de mango recién exprimido en La Habana).
El calor de hoy trae a mi experiencia el calor de antaño en situaciones de libertad y plenitud.
Aparecen solas. No hago nada por atraerlas.




Así, el calor de hoy genera la experiencia de viaje, libertad y plenitud.
Da igual si está en el supermercado, fregando los platos, esperando turno en la sala para la ecomamografía de control o haciendo gestiones supuestamente molestas.
El calor como hilo conductor a la plenitud.




Podría ser el recogimiento del frío.
O la embriaguez del café de la mañana.
O la inspiración de la copa de vino como una lluvia de bendiciones sobre el ágape, la ofrenda del universo en su mesa.
O el mudra.
O la ausencia de mudra, como una danza de dakinis en este mandala corporal.
Que dancen.
Que no paren de bailar.
Que sigan danzando hasta morir
de amor,
entrega
y vacuidad.



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