jueves, 6 de noviembre de 2014

La tarde.





El perfume de la ropa ligeramente húmeda en el tendedero interior.
(El sol de la tarde en el terrado no la secó del todo).
El aroma del nuevo detergente para la ropa blanca,
para el karategui que amarillea con la acumulación de horas de entreno y sudor.
La iglesia del Tibidabo iluminada sobre una montaña invisible,
como flotando en la negrura de la noche recién llegada.
Los sonidos del silencio doméstico.
La tarde apacible, la agenda vacía.
El karma le da un respiro.
El guión hace un punto y aparte, como si cayera el telón
del intermedio.
Silencio de noticias.
El teléfono calla, el ebuzón no se mueve,
el whatsapp sin negritas.
Como un mar sin olas.
Apenas minúsculos rizos en la superficie del océano:
Pasos en el piso de abajo; el aroma a jabón de Marsella de la ropa limpia; la suavidad de la nueva funda del edredón.


La respiración bombeando este cuerpo como una planta; la sangre como la sabia, alimentando los tejidos; el vientre como un santuario de purificación.
Este templo sagrado que habita.
Este templo de carne y sangre y huesos.
Y este templo de aire lleno de ofrendas: puertas de madera, suelo de baldosas decoradas de historia, cestas de mimbre, cuadros y estatuas de budas, fotos familiares, libros y cuadernos sobre el tatami, aroma de incienso sin arder impregnando el aire y las fundas de tela de los libros sagrados.
Fantasmas como réplicas cuánticas, posibilidades que nunca nacieron.
Los perros ladran.
Tarde eterna.
Como esta vida, larga, eterna. Llena de tantas vidas.
Tantas vidas, tantos hogares, tantas ciudades y países.
Amores. Y dolores. Y pérdidas.
Y regalos inesperados.
Observa a ese yo como un anciano longevo.





No hay comentarios:

Publicar un comentario