domingo, 25 de octubre de 2015

Cocinar con amor.







Domingo.
Gris. Amaneció apaciblemente gris.
El ritual del desayuno.
El vaso de agua caliente para entrar en calor, con medio limón recién exprimido, para ir despertando con caricias el organismo aún dormido.
El café recién molido y tahín casero con sésamo y lino sobre la tostada. Mermelada de membrillo (se deleita en la belleza del bote, como un cubo de cristal) y ciruelas moradas.

Antes de coger la bicicleta camino del mar, fregó el suelo de la casa con agua perfumada y limpió el baño con aroma de manzana y hierbabuena.


El mar como un espejo, plano, transparente, bajo un cielo cubierto.
Al entrar, como un cuerpo de hielo que se abre para abrazar otro cuerpo (esa ilusión) de carne y huesos.
Pero eso fue después de un tiempo infinito de meditación en la orilla ante un paisaje de quietud sin tiempo.




De vuelta a la cocina, pensó en su amiga, con quien la noche anterior había compartido un embriagador ágape de aniversario, una cena exquisita elaborada a tiempo lento por la amiga, para quien es tan importante cocinar con amor.
Con devoción, dijo ella.
Con amor, gratitud y mucha devoción, no sólo hacia l@s comensales sino hacia los mismos productos.



Puso a hervir las patatas ecológicas con su piel y preparó las hojas enteras de espinacas para el último minuto.
Mientras tanto, hizo la mayonesa (un huevo de gallinas en libertad, aceite de oliva, unos cuantos granos de sal del Himalaya, medio diente de ajo y una gotas de limón) y preparó el plato de baba ganoush sobre una base de hojas verdes; espolvoreó sobre el hummus de berengena unos toques de pimentón de la Vera (de su último viaje por Extremadura, de vuelta de Andalucía) y rellenó con parte de la crema algunos pimientos del piquillo. Finalmente decoró la ensalada verde y roja con aceitunas negras.

Deliciosa mezcla al presentarlo sobre el pan de pita caliente.

Y la copa de vino ecológico del Penedés.

Le había dicho a su amiga que, si era posible, solía optar por el producto local.
Y que si el amor en la cocina era un ingrediente importante, eso incluía la devoción con que pedía permiso a cada producto en su mesa, preferiblemente bien tratados por el trabajo respetuoso.

Degustó la ofrenda del planeta en su mesa como una oración.
Pensando que la compartía con su amiga, cada receta, pero sobre todo la devoción, la ofrenda, la oración.




Una vez recogida la mesa, conectó la televisión y apareció una película sobre el "French Cancan".
Flexibilidad y acrobacia, la embriaguez de la música y los volantes, la frescura inspiradora de la honestidad.
Elige la vida que quieres vivir, cualquier cosa estará bien y no prestes oídos a quien te juzgue.
Elige la vida que quieres vivir y vívela.




Cada día discurría así, como un domingo cualquiera, sin planificar, un paso lleno de significado detrás de otro, lleno de significado.

Pensó en su amigo, actor y bailarín, acróbata, enamorado del circo.
Quería hablar con él sobre el cancán -de alguna manera, recién descubierto.

Pensó en su amiga, apasionada de la cocina.
Quería compartir con ella algunas recetas veganas y la importancia del respeto a la tierra y de alimentarse con compasión.
Porque con el amor (a l@s comensales) no basta.
Y si de verdad usamos el amor, que se note, a cada paso en la cocina.
En el trato a cada ingrediente, previamente bien tratado.




Pensó en su viejo maestro y en la renuncia.
Pensó en Thich Nhat Hanh y su amor a la vida, a cada paso sobre la tierra, a cada inspiración y exhalación, a cada apariencia, purificada por el amor.
("No hace falta morir para pisar la Tierra Pura")

Pensó en la victoria del amor sobre todos los maras
y sobre todos los miedos (también a las vidas futuras y a los infiernos).
La victoria del amor sobre el samsara;
de la ecuanimidad sobre la ignorancia de la dualidad.

Y pensó una vez más en Milarepa, para quien la vida era un libro de Dharma.





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